¿ADÓNDE TE FUISTE, MI FLOW?

Texto por: Canina

De la maternidad se habla todo lo bueno y todo lo bello, de la felicidad que traen los hijos, del amor tan grande e inigualable que se siente por ellos, de la entrega que implica y de que -frase harto repetida- siempre merece la pena. 

Sí, sí, sí, todo eso está muy bien, muy bonito y muy cierto pero poco se dice de las pérdidas que conlleva. No hablemos de los pechos caídos –en algunos casos tanto que hay que tener cuidado de no pillárselos a la hora de cerrarse el pantalón - o de las lindas nalgas de soltera que pasan a ser cuatro nalgas después de los hijos. No, no, hay más y más grave, mucho más grave.

                Ilustración por: Raúl Pardo 

                Ilustración por: Raúl Pardo 

Cuando vas a tener un hijo te enfocas en lo bueno que eso va a traer y se te escapan muchas cosas, cosas que das por hechas pero que van a saltar por la ventana en el momento en que el bebé entre por la puerta. Pero está bien que así sea porque si una fuera consciente de todo esto sería difícil animarse a tener un hijo.

Un ejemplo claro es el del sentido del ritmo. De esta pérdida nadie te advierte ¿Quién ha visto a una mamá moviéndose con gracia y sensualidad? Hasta ahora no se ha reportado ningún caso en ninguno de los continentes habitados.

Antes de tener hijos eres la reina de la pista, del contoneo y de la sensualidad. La música y tú se vuelven una y el ritmo fluye por tus huesos y tus venas. Pero después de tener hijos algo pasa, algo que la ciencia aún no explica y que ya no tiene vuelta atrás.

Una noche, en una boda, ya mamá de una hermosa criatura que has podido dejar en casa para ir a divertirte un rato, te ves en la pista de baile ante una canción que antes te habría poseído y sacado el flow desde las entrañas. De repente tus músculos parecen rígidos y tus caderas soldadas con clavo largo de titanio.  Te sientes aletargada y torpe. Lo intentas pero no consigues acoplarte bien al ritmo y tus movimientos son robóticos ¿Qué está pasando? No conoces esta situación, es nueva, da vértigo ¿qué hacer?

Ante este precipicio sólo hay una salida posible: recurrir a la palmada bailonga acompañada de un grito de ánimo ¡wuuu!,  tipo cheerleader, como intento desesperado por componer lo descompuesto. He estado ahí, lo he vivido y es doloroso. ¿Qué queda en una situación así? Volver a la mesa a terminarte todos los restos de comida que queden y ahogar así la ansiedad y la frustración, como corresponde a tu nueva naturaleza de madre. De la gordura de madre, porque me lo como todo y no intenten detenerme porque muerdo, hablamos otro día.

Y es que esto te viene sin avisar, así, de golpe y porrazo. El día del nacimiento, primero sale tu hijo por el canal de parto, después expulsas la placenta y por último se sale el ritmo, el flow, silencioso e invisible, y se empieza a alejar de tu cuerpo para nunca volver.  Y tú estás ahí, en la baba, distraída mirando a tu bebé y diciéndole cursilerías con la voz entrecortada “hola, hijo mío, soy yo,  soy tu mamá”, poniéndole el dedo para que se aferre a él con su manita… ¡¡ponle un plumón, un marcador!! Si al niño le da igual agarrarse a una cosa que a otra, si no se entera de nada, que el pobre está lelo perdido intentado respirar en el nuevo medio físico. ¡¡Concéntrate, mujer, que se te va el ritmo para siempre!!

Pero bueno, es fácil decirlo pero difícil hacerlo así que lo contamos como parte del precio a pagar cuando tienes un hijo. Hay que saber adaptarse a los cambios y en este caso específico lo  mejor es dejar el baile sólo para fiestas infantiles y canciones ñoñas que vas a bailar agarrando a tu hijo de las manos y encorvándote para quedar a su altura. Es probable que lo disfrutes tú más que el niño  porque él estará desconcertado por tu excesivo entusiasmo -no es para menos, si es tu única oportunidad de bailar y desfogarte- y además le dolerán tus jalones de brazos. Aquí mucho cuidado de no desencajarle el hombro al niño, que se han dado casos.

Y bueno, tengo que terminar diciendo que vale mucho la pena… En serio, vale mucho la pena.